domingo, 28 de agosto de 2011

La H pide la palabra de Fabián Sevilla


El Congreso Anual de Vocales y Consonantes se desarrollaba con tranquilidad, cuando la H estiró una mano para pedir la palabra.
—Te escuchamos —le dijo la T, que presidía el encuentro.
La H carraspeó y, sin timidez, expuso:
— ¡Estoy harta de ser silenciosa! ¡Quiero sonar!
El  alboroto  alfabético que  se  armó  fue  tremendo. La T  llamó  al orden y pidió a la H que se explicara mejor.
—Y... sí. todas tienen sonido. Yo, nada. Chicas, aparezco en palabras tan  importantes como “hijo”, “hogar” e  incluso “hablar”, pero  la gente ni me pronuncia y son pocos los que se acuerdan de mí y me utilizan al escribir. ¡Exijo mi derecho a sonar! Aunque sea parecido a otra letra.
—¿Y  yo, qué? Sueno  a U o  a V. Si  estaré  en  treinta palabras  es mucho. Y no me quejo —le retrucó la W.
—No sabés el dilema que es compartir un sonido con otras —dijo la Q mirando de reojo a la C y la K, que asentían con las cabezas.
—A mí me pasa lo mismo. Encima somos víctimas de los horrores de ortografía —agregó la Z que compartía un triste destino con la S y la C.
—¡Yo, en minúscula, tengo punto como la J y no me hago tanto drama! —agregó la I—. Aunque confeso que es injusto que la U a veces se dé el lujo de tener dos y se las tira de ser otra letra.
—Tenés dos patas y dos brazos. Yo no puedo decir lo mismo —le gritó  la M que vivía renegando por su parecido con  la N y  la Ñ, que además tenía sombrerito.
La H seguía emperrada.
—No me  importa. Necesito un  sonido que me dé personalidad.
Dependo del lápiz o la lapicera y eso no es vida. ¿A quién le gusta depender de otro? 
El resto del abecedario se miró. Algo de razón tenía. La T volvió a tomar el control.
—¿Qué sonido se te ocurre, querida?
—No sé, me gusta el de la F...
—Ah, no, yo no cedo nada —se excusó la F que ya había batallado con la H por el derecho de la palabra “ferro”, entre otras.
—También me gusta el de la V.
—¿La alta o la petisa?
—La de “vaca” —respondió la H.
—Te entendemos, pero ninguna puede cederte su sonido. Se me ocurre  que  tendrás  que  salir  a  buscarte  uno  propio —sugirió  la D, muy comprensiva.
A la T, la propuesta le pareció aceptable.
—Eso, tenés un año, hasta el próximo congreso, para encontrar un sonido para sonar.
Todas  estuvieron de acuerdo. La H  fue a  su casa, armó  las valijas y partió a buscar lo que tanto quería. Se le ocurrió que el viento podría prestarle alguno de sus tantos sonidos. Con bufanda, guantecitos y pasamontaña viajó al Polo Sur, donde el viento tiene su residencia de invierno.
Luego de explicarle, el tipo le dijo que encantado, pero no le convenía.
—Si te cedo algún sonido, cuanto te pronuncien van a volar sombreros, papeles, hasta techos. La gente evitará usarte.
A la H le pareció razonable. Se fue a hablar con el mar. En malla, ojotas y lentes oscuros, llegó a la playa. Bajo una sombrilla escuchó cómo el mar la convencía de lo poco conveniente de sonar como un choque contra las rocas, un tifón o un maremoto.
—Cada vez que te usen cundirá el pánico.
A la H le sonó coherente. Se fue a ver a las aves. Los pájaros le explicaron que ellos vivían cantando y eso no era apropiado para una letra.
—Imagináte los tímidos. ¿Y los que desafinan? —le dijo un canario— ¿Quién va a usar una letra que suena a cacareo de gallina o graznido de cuervo?
Tenía  razón. Así  como  los  animales  de  la  selva,  el  desierto  y la montaña. A  los  del  fondo  del mar  ni  los  consultó. El  fuego,  la música,  los  insectos  hasta  las máquinas  también  lograron  convencerla con sus argumentos.  
Así, yendo y viniendo, pasó un año. La H seguía sin sonar. Frustrada, se sentó en un paraje solitario y lloró. Entonces, sintió un zumbido que no sonaba pero estaba. Era el silencio. Ni se  le había pasado por la cabeza consultarlo. A decir verdad, como causante de su dolor, no podía ni verlo... ni escucharlo. 
Al notarla tan decaída, el silencio hizo lo que nunca: habló.
—Yo me sentiría orgullosa de ser silenciosa. No es un defecto, es una virtud.
—Habría  que  preguntarle  a  un mudo  si  piensa  lo mismo —le reclamó la H con agresividad.
—Que  no  suenes  no  quiere  decir  que  no  existas —insistió  el otro—. El sol brilla en silencio y a nadie le es indiferente. Las estrellas van y vienen calladitas. ¿Y alguien  las olvida? Las flores y  las plantas crecen sin conversar. Los artistas crean en silencio y muchas, muchísimas veces, es mejor callarse que decir algo. En silencio se piensa, se ama, se madura, se lee. Los colores y los perfumes no necesitan sonar.
A nadie mata el silencio. Es más, detrás de mí hay un universo de emociones y sentimientos que se expresan sin decir ni mu... El silencio es una puerta o una ventana. No es mudo, querida —dijo y se calló.
La H pensó bastante en eso y cuando estuvo nuevamente frente a su pares alfabéticas, les repitió esos argumentos y comunicó su decisión de seguir sin sonido.
—El silencio significa muchas cosas. Tanto como las palabras —concluyó.
Las otras  letras  chillaron, gritaron, pero  la H no dijo más nada.
Solo cuando todas se miraron, en silencio, comprendieron.

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